La leyenda de San Jorge y el dragón

La leyenda de San Jorge y el dragón

 La leyenda de San Jorge y el dragón

                                               imagen de www.artsttion.com

En cierta ocasión llegó San Jorge a una ciudad llamada Silca, en la provincia de Libia. Cerca de la población había un lago tan grande que parecía un mar donde se ocultaba un dragón de tal fiereza y tan descomunal tamaño, que tenía atemorizadas a las gentes de la comarca, pues cuantas veces intentaron capturarlo tuvieron que huir despavoridas a pesar de que iban fuertemente armadas. Además, el monstruo era tan sumamente pestífero que el hedor que despedía llegaba hasta los muros de la ciudad y con él infestaba a cuantos trataban de acercarse a la orilla de aquellas aguas.

Los habitantes de Silca arrojaban al lago cada día dos ovejas para que el dragón comiese y los dejase tranquilos, porque si le faltaba el alimento iba en busca de él hasta la misma muralla, los asustaba y, con la podredumbre de su hediondez, contaminaba el ambiente y causaba la muerte a muchas personas.

Al cabo de cierto tiempo los moradores de la región se quedaron sin ovejas o con un número muy escaso de ellas, y como no les resultaba fácil recebar sus cabañas, celebraron una reunión y en ella acordaron arrojar cada día al agua, para comida de la bestia, una sola oveja y a una persona, y que la designación de esta se hiciera diariamente, mediante sorteo, sin excluir de él a nadie. Así se hizo; pero llegó un momento en que casi todos los habitantes habían sido devorados por el dragón. Cuando ya quedaban muy pocos, un día, al hacer el sorteo de la víctima, la suerte recayó en la hija única del rey. Entonces este, profundamente afligido, propuso a sus súbditos:

―Os doy todo mi oro y toda mi plata y hasta la mitad de mi reino si hacéis una excepción con mi hija. Yo no puedo soportar que muera con semejante género de muerte.

El pueblo, indignado, replicó:

―No aceptamos. Tú fuiste quien propusiste que las cosas se hicieran de esta manera. A causa de tu proposición nosotros hemos perdido a nuestros hijos, y ahora, porque le ha llegado el turno a la tuya, pretendes modificar tu anterior propuesta. No pasamos por ello. Si tu hija no es arrojada al lago para que coma el dragón como lo han sido hasta hoy tantísimas otras personas, te quemaremos vivo y prenderemos fuego a tu casa.

En vista de tal actitud el rey comenzó a dar alaridos de dolor y a decir:

―¡Ay, infeliz de mí! ¡Oh, dulcísima hija mía! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo alegar? ¡Ya no te veré casada, como era mi deseo!

Después, dirigiéndose a sus ciudadanos les suplicó:

―Aplazad por ocho días el sacrificio de mi hija, para que pueda durante ellos llorar esta desgracia. El pueblo accedió a esta petición; pero, pasados los ocho días del plazo, la gente de la ciudad trató de exigir al rey que le entregara a su hija para arrojarla al lago, y clamando, enfurecidos, ante su palacio decían a gritos:

―¿Es que estás dispuesto a que todos perezcamos con tal de salvar a tu hija? ¿No ves que vamos a morir infestados por el hedor del dragón que está detrás de la muralla reclamando su comida?

Convencido el rey de que no podría salvar a su hija, la vistió con ricas y suntuosas galas y abrazándola y bañándola con sus lágrimas, decía:

―¡Ay, hija mía queridísima! Creía que ibas a darme larga descendencia, y he aquí que en lugar de eso vas a ser engullida por esa bestia. ¡Ay, dulcísima hija! Pensaba invitar a tu boda a todos los príncipes de la región y adornar el palacio con margaritas y hacer que resonaran en él músicas de órganos y timbales. Y ¿qué es lo que me espera? Verte devorada por ese dragón. ¡Ojalá, hija mía, ―le repetía mientras la besaba― pudiera yo morir antes que perderte de esta manera!

La doncella se postró ante su padre y le rogó que la bendijera antes de emprender aquel funesto viaje. Vertiendo torrentes de lágrimas, el rey la bendijo; tras esto, la joven salió de la ciudad y se dirigió hacia el lago. Cuando llorando caminaba a cumplir su destino, San Jorge se encontró casualmente con ella y, al verla tan afligida, le preguntó la causa de que derramara tan copiosas lágrimas.

La doncella le contestó:

―¡Oh buen joven! ¡No te detengas! Sube a tu caballo y huye a toda prisa, porque si no también a ti te alcanzará la muerte que a mí me aguarda.

―No temas, hija ―repuso San Jorge―; cuéntame lo que te pasa y dime qué hace allí aquel grupo de gente que parece estar asistiendo a algún espectáculo.

―Paréceme, piadoso joven ―le dijo la doncella― que tienes un corazón magnánimo. Pero ¿es que deseas morir conmigo? ¡Hazme caso y huye cuanto antes!

El santo insistió:

―No me moveré de aquí hasta que no me hayas contado lo que te sucede.

La muchacha le explicó su caso, y cuando terminó su relato, Jorge le dijo:

―¡Hija, no tengas miedo! En el nombre de Cristo yo te ayudaré.

―¡Gracias, valeroso soldado! ―replicó ella―, pero te repito que te pongas inmediatamente a salvo si no quieres perecer conmigo. No podrás librarme de la muerte que me espera, porque si lo intentaras morirías tú también; ya que yo no tengo remedio, sálvate tú.

Durante el diálogo precedente el dragón sacó la cabeza de debajo de las aguas, nadó hasta la orilla del lago, salió a tierra y empezó a avanzar hacia ellos. Entonces la doncella, al ver que el monstruo se acercaba, aterrorizada, gritó a Jorge:

―¡Huye! ¡huye a toda prisa, buen hombre!

Jorge, de un salto, se acomodó en su caballo, se santiguó, se encomendó a Dios, enristró su lanza, y, haciéndola vibrar en el aire y espoleando a su cabalgadura, se dirigió hacia la bestia a toda carrera, y cuando la tuvo a su alcance hundió en su cuerpo el arma y la hirió.

Acto seguido echó pie a tierra y dijo a la joven:

―Quítate el cinturón y sujeta con él al monstruo por el pescuezo. No temas, hija; haz lo que te digo.

Una vez que la joven hubo amarrado al dragón de la manera que Jorge le dijo, tomó el extremo del ceñidor como si fuera un ramal y comenzó a caminar hacia la ciudad llevando tras de sí al dragón que la seguía como si fuese un perrillo faldero. Cuando llegó a la puerta de la muralla, el público que allí estaba congregado, al ver que la doncella traía a la bestia, comenzó a huir hacia los montes dando gritos y diciendo:

―¡Ay de nosotros! ¡Ahora sí que pereceremos todos sin remedio!

San Jorge trató de detenerlos y de tranquilizarlos.

―¡No tengáis miedo! ―les decía―. Dios me ha traído hasta esta ciudad para libraros de este monstruo. ¡Creed en Cristo y bautizaos! ¡Ya veréis cómo yo mato a esta bestia en cuanto todos hayáis recibido el bautismo!

Rey y pueblo se convirtieron y, cuando todos los habitantes de la ciudad hubieron recibido el bautismo San Jorge, en presencia de la multitud, desenvainó su espada y con ella dio muerte al dragón, cuyo cuerpo, arrastrado por cuatro parejas de bueyes, fue sacado de la población amurallada y llevado hasta un campo muy extenso que había a considerable distancia. Veinte mil hombres se bautizaron en aquella ocasión. El rey, agradecido, hizo construir una iglesia enorme, dedicada a Santa María y a San Jorge. Por cierto, que al pie del altar de la citada iglesia comenzó a manar una fuente muy abundante de agua tan milagrosa que cuantos enfermos bebían de ella quedaban curados de cualquier dolencia que les aquejase. Igualmente, el rey ofreció a Jorge una inmensa cantidad de dinero que el santo no aceptó, aunque sí rogó al monarca que distribuyese la fabulosa suma entre los pobres[1].

Si estudiamos el mito con detenimiento, nos damos cuenta de que hay una infinitud de mensajes ocultos como símbolos y alegorías en el relato. No cabe duda de que el mito puede leerse como la vía iniciática del héroe[2]. El héroe (por lo general un joven de temprana edad) debe enfrentarse a un reto que no resulta alentador. El dragón, cuyas características (al menos en su versión occidental) nos son harto conocidas[3], es la perfecta representación de la muerte, a la que el protagonista debe vencer para regresar como héroe verdadero. Este combate encarnizado contra el monstruo representa la lucha contra la propia muerte. El héroe, para ser considerado como tal ante la comunidad, debe hacer un gesto noble e inigualable que le acerque a la divinidad. El elegido debe vencer a la muerte y volver a nacer como un nuevo ser, «nacer dos veces»[4].

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BIBLIOGRAFÍA 

[1] Leyenda extraída a través de la red recuperado el día 01 /06/19 a las 12:35 h de: <http://www.elangeldelaweb.org>.

[2] «La mitología le confiere siempre un papel iniciático que debe ser asumido con valor positivo incluso en los mitos más aparentemente antiofídicos y, precisamente porque la esfinge, el dragón o la serpiente son vencidos, el héroe se ve confirmado como vencedor de la muerte. El dragón se instaura como símbolo del momento indispensable del drama escatológico y de la victoria del héroe sobre la muerte. La serpiente es a la vez obstáculo, guardiana y encubridora de “todas las sendas de la inmortalidad». Cáceres Blanco, Roberto: «El dragón. Las múltiples formas y facetas de un poderoso símbolo del imaginario», Tonos Digital: Revista de Estudios Filológicos 33 (2017): 5–9, <https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6039966>. (12)

[3] «El dragón aparece, el mayoritariamente, en la Mitología y la Poesía de la tradición indoeuropea como emblema de la destrucción y de los principios del caos. Es representado como una destructora fuerza de la naturaleza indómita y desatada». Cáceres Blanco, Roberto: «El dragón. Las múltiples formas y facetas de un poderoso símbolo del imaginario», op. cit. pág. 8.

[4] «Lo esencial es lo que subyace al propio mito iniciático, pues el conocimiento y el “don carismático” solo se consiguen tras haber superado esta experiencia sagrada que es siempre una experiencia de regeneración, de redención, de “nacer dos veces”». Martos Núñez, Eloy: «Imaginarios del ‘devoramiento’ en la cultura del agua: Dragones, “tragantía”, tragaldabas y otros espantos. Implicaciones Didácticas», Indivisa. Boletin de Estudios e Investigación 13 (2012): 122–43. (126)

 

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