La leyenda del malvado duende Todín

La leyenda del malvado duende Todín

La leyenda del malvado duende Todín

 

 

Los trasgos son insidiosos y excéntricos; ocupan la cúspide de su escala de valores molestar y perturbar la paz. Cuando pueden rompen y arrojan objetos, provocan pesadillas e inquietan a los desdichados que se cruzan en su camino. Las leyendas así lo atestiguan, pues siempre que aparece el trasgo, la amargura anida en los corazones de sus víctimas.

He añadido una curiosa leyenda de un trasgo algo perturbadora. Aunque en la leyenda se refiere a él como un duende, a mi juicio esta leyenda debe encontrase entre la de los trasgos

Érase una vez un joven pescador llamado Andrés, de sonrisa franca y rostro agradable, de fuertes brazos que trabajaba incansablemente para el sostén de su familia y que convivía con el mar y la soledad. Era hombre de pocas palabras y todos los atardeceres embarcaba en su lancha rumbo al océano y a sí mismo. Un día, ya muy entrada la noche, larga su red cerca de la playa del Osmo, en Corme, y observa que, en el umbral de la urna del mismo nombre, había una hoguera y que a su alrededor danzaban, dando vueltas y más vueltas, unos extraños pequeños seres, semejantes a los hombres, de tez blanquecina, ojos verdosos y vestimenta de chillones colores rojos y verdes.

Uno de ellos, al percibir la presencia del pescador, se encamina hacia él y, desde la orilla, entre el rumor del agua, le pregunta su nombre.

―Me llamo Andrés ―le contesta nervioso y temblando de pies a cabeza.

―Yo soy el duende Todín ―le dice mientras se acerca a la barca, moviéndose como pez a través de las aguas.

Andrés, asustado, no soltaba palabra; entre tanto, lo observaba fijamente; pero al cabo de un rato comenzó a tranquilizarse cuando vio que aquel extraño ser, de mirada vivaracha pero serena, parecía inofensivo.

De pronto, el duende lo coge de un brazo, se sienta frente a él, remira rectamente a los ojos y le dice:

―No temas, me caes bien y quiero ayudarte.

La noche avanzaba y la conversación entre ellos se hacía ininterrumpida y amena. Andrés no tardó en darse cuenta de lo endiabladamente inteligente y tortuoso que era Todín y presentía que una amistad, aunque extraña, estaba naciendo. Al amanecer, con los primeros rayos de la aurora, el pescador recoge la red y queda admirado al observar que estaba repleta de los más variados peces.

―Ya sabes ―le dice el duende―, cuando quieras tener una abundante pesca, te acercas a esta playa, me llamas tres veces y, mientras hablamos amistosamente, tu red se llenará de peces.

―De acuerdo, ya te buscaré ―dijo el pescador, guiñando un ojo.

Andrés, como era prudente, no quería abusar de la magnanimidad del duende y procuraba ir solo a la playa del Osmo cuando la pesca en otros lugares escaseaba o el mar de estas atlánticas costas se enfurecía.

Pasó el tiempo y, un día, Todín le confiesa que es un ser muy poderoso, ya que posee tres monedas de oro con poderes mágicos, pero solo se las daría a una buena persona, y él se lo parecía.

―Quiero compartir contigo, mi buen amigo, ―le dice el astuto duende― este poder mágico que tengo gracias al designio de mis antepasados.

A decir verdad, Andrés era desconfiado. No creía en regalos en apariencia desinteresados. Aunque trabajaba hasta la saciedad todas las noches del año, por experiencia sabía que de la pobreza no era fácil escapar. Era un pobre pescador, como lo fue su padre y había sido su abuelo.

Todín le introdujo en la urna, iluminada por velas aromáticas en candelabros de oro con forma de búhos de la buena suerte. Sobre mesas ovaladas había esmeraldas en bandejas de marfil y enormes caracolas llenas de perlas. Abre un cofre de madera de ébano y saca tres monedas.

La primera que le mostró era la moneda de la salud. En una de sus caras tenía tallada una ninfa con un cáliz entre sus manos, y le dice:

―Con ella vivirás muchos, muchos años, conocerás a los nietos de tus nietos e ignorarás el dolor.

La segunda era la de las riquezas. En ella se veía un cofre lleno de las más variadas joyas; y le comunica:

Todo lo que ambiciones lo tendrás.

La tercera era la de la sabiduría. En su dorso se percibía una serpiente; y le explica:

―Nada ignorarás y serás sabio. El que goza de la sabiduría está en posesión de la verdad.

―La verdad para mí es algo muy sencillo ―responde el pescador―: es lo que está bien; lo demás, si no es falso, me lo parece.

Andrés permaneció en silencio durante un buen rato y, por fin, con aire resignado y con voz suave, le preguntó:

―¿A cambio de qué?

Sin hacerse rogar, responde el duende:

―En trueque de tu alma.

De nuevo guardó un prolongado silencio, no había motivo para tener miedo, y no tenía; se trataba simplemente de expresar un deseo y, además, él era sincero por naturaleza, como suele ocurrir con la gente de la costa.

―De acuerdo, acepto el canje, si me das otra moneda más ―expresa Andrés.

Cordial, pero con una cordialidad que parecía fría, distante; porque intuía que no era él quien dominaba la situación, Todin le responde:

―No te preocupes, tengo muchas, la del amor, que ningún rayo la podrá destruir ni toda el agua del mar apagarlo; la del poder…

―Solo quiero, además de las tres primeras, la moneda de la caridad ―responde el pescador.

Perplejo, lleno de desesperación y furioso ante tan inesperada petición, se quedó petrificado de rabia; mas, intentando disimular su enojo, replicó el duende, profundamente sorprendido:

―¿Por qué la moneda de la caridad? Esa es la única que no tengo.

Lamenta no poder concederle esa moneda e intenta, una y otra vez, convencerlo de las cualidades de las otras que le había ofrecido, pero sus tentativas resultaron inútiles y sus argumentos terminaban en rotundos fracasos, a pesar de que sus palabras golpeaban en los oídos del obstinado pescador, con tenacidad e ininterrumpidamente, como agua en la roca.

―No insistas, no podrás convencerme ―responde Andrés―, puede parecer soberbia o tal vez ingenuidad, pero esas tres monedas sin caridad humana no me interesan; lo nimio, a menudo, es lo importante.

Agradeció su gentileza lo mejor posible y se despidió de inmediato y, bogando a ritmo lento, se aleja en su lancha hacia altamar, mientras con voz clara pero serena, le dice:

Tres monedas me ofreciste para que te entregue el alma. Aunque viviera mil años,

los reyes me envidiaran,

los hombres me conocieran

y los sabios me encumbraran; no quiero cambiar de vida

ni tampoco trocar mi alma.

Ni la salud, ni riquezas,

ni sabiduría tanta,

son lo bastante importantes ni son suficiente paga

para dejar estos mares, por vida, dinero y fama.

Si no tienes caridad,

el vivir no importa nada, la riqueza enorgullece, la sabiduría ufana[1].

Esta leyenda difiere de cuantas he podido consultar. Aquí el trasgo tiene un comportamiento completamente distinto. Esta vez, lejos de perturbar y molestar a los habitantes de una casa, Todín busca la ruina del incauto que caiga en sus argucias. He encontrado leyendas referidas a los seres elementales que insinúan que tratar con ellos conlleva la perdición, pero esta es la única que he encontrado referida en estos términos a los trasgos.

¿Quieres saber más? Esta es solo una de las leyendas recogida en nuestro libro “Guía de los seres mitológicos españoles” cómpralo aquí:

https://es.ulule.com/2-edicion-guia-de-los-seres-mitologicos-espa-oles/

Bibliografía

[1] Cousillas Rodríguez, Manuel: «Los duendes en la literatura española», op. cit. pág. 66-68.

 

 

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